EN ÉL HUBO SOLO SÍ (2.Cor. 1,19)
Homenaje de la aldea allerana de Cuérigo al Beato mártir misionero
P. Juan Alonso.
Al cumplirse el segundo aniversario de la beatificación de los mártires de El Quiché (Guatemala), la comunidad parroquial de Cuérigo, aldea natal de uno de ellos, el P. Juan Alonso, ha decidido conmemorar ese acontecimiento religioso con una solemne Eucaristía concelebrada por sacerdotes diocesanos y miembros de la Congregación a la que él pertenecía (Misioneros del Sagrado Corazón) y actos varios de confraternización festiva popular. El sentimiento de presencia de Juan se hace de algún modo más explícito, al final de la celebración litúrgica, con el acto de veneración de una reliquia suya que se conserva en un altar lateral. Revive también su memoria en el encuentro posterior de los asistentes ante la placa que recuerda la imposición de su nombre, por parte de la Corporación Municipal de Aller, a la calle que bordea la Iglesia y baja directamente hasta el centro del pueblo.
Las palabras de San Pablo, referidas a Jesucristo, que se citan en el epígrafe de este apunte periodístico (en ÉL solo hubo sí) fueron el lema elegido por él mismo en el día de su ordenación sacerdotal, en Junio de 1960, y cuyo significado explicó en su primera Misa, coincidiendo con la festividad del Corpus Christi. Ellas constituyeron la referencia básica a la que intentó atenerse fielmente en sus veinte años de labor evangelizadora y de actuaciones complementarias de promoción y servicio: SÍ a su condición de religioso consagrado; sí a su ministerio sacerdotal; sí a su vocación misionera y sí definitivo final a la ofrenda martirial de su vida en favor de las comunidades indígenas mayas que le habían sido confiadas y que estaban siendo masacradas, expoliadas de sus tierras, agredidas en su identidad cultural y forzadas a la emigración o el exilio, quedando prácticamente desposeídas de futuro. Como ha expresado muy certeramente D. Juan Luis Ruiz de la Peña, maestro de teología, mentor intelectual y guía religioso de varias promociones de sacerdotes de esta Archidiócesis, sólo quien ha llegado a entender la propia vida como don recibido puede vivirla también auténticamente como don de sí mismo a los demás. Ese ha sido el mensaje de Jesús y así comprendió ÉL su existencia y dispuso de ella en favor nuestro, acuñando un nuevo paradigma de lo humano.
En un cuadernillo de Anotaciones y apuntes personales que Juan inició en sus años de formación y fue completando posteriormente, sobre todo durante las tres ocasiones en las que regresó al pueblo desde El Quiché (1965,1971 y 1977), se contienen reflexiones muy reveladoras de su sentimiento de arraigo en el Cuérigo de su infancia y adolescencia. En esa aldea entrañable, y a pesar de las penurias y privaciones que imponía la situación del país en la época que precedió y siguió a la Guerra civil, tuvo la fortuna de formar parte de una familia donde todo era compartido: el pan, el trabajo, la fatiga cotidiana, la voluntad de mantenerse unidos, el apoyo mutuo, la ayuda desinteresada a los vecinos y la decisión de seguir afrontando con coraje los retos no previstos del porvenir.
En ese empeño tuvo un protagonismo fundamental nuestro abuelo, conocido familiarmente en el pueblo como Xuan de Ná. A pesar de ser casi analfabeto supo inculcar a los nietos que vivíamos con él modos de pensar y sentir que veíamos reflejadas en su propia vida. Casi sin advertirlo, por sus palabras, actitudes y comportamientos íbamos comprendiendo el significado del trabajo, de la honradez, de la fidelidad a la palabra dada, del humor, de la amistad, del deber de aprender del pasado y de responsabilizarse del futuro. Si se considera maestro a una persona que sabe impartir algo más que conocimientos, él fue nuestro maestro: nos enseñó una forma de vida. Era uno de aquellos corazones labriegos que Ortega y Gasset decía haber sentido latiendo en los aldeanos de Asturias y a los que atribuía una profundidad de pensamiento que rara vez encontraba en las cátedras universitarias.
La labor misionera de Juan y de sus compañeros en el Departamento de El Quiché, entre los años sesenta y ochenta y uno, centró su interés preferente en llevar a la práctica el nuevo impulso hacia la inculturación del Evangelio, alentado por el Vaticano II, profundizado por S. Pablo VI y que estuvo muy presente en las conclusiones doctrinales de las Conferencias Episcopales Latinoamericanas de ese periodo (Medellín, en 1968, y Puebla, en 1979). Se trata de encarnar el mensaje cristiano en aéreas culturales concretas, no a modo de adaptación decorativa o superficial sino de forma vital, en profundidad. Y para ello se constatan hechos, se sugieren alternativas, se establecen pautas de actuación en favor de los grupos étnicos, la reanimación de su cultura y la defensa de sus derechos.
Es evidente que este proceso de inculturación del Evangelio y su aceptación por la fe tiene características propias en los diferentes países y comunidades, pero hay criterios y modos de proceder que son comunes a todos los implicados en este empeño misionero. Es ineludible, por ejemplo, un periodo previo de aprendizaje, de presencia y cercanía, de progresiva identificación con el mundo interior de los diferentes grupos étnicos, de percepción desde dentro de sus aspiraciones explícitas y de sus anhelos latentes. Efectivamente, la cultura ligada a su identidad está hondamente arraigada en un marco físico natural y en un entorno humano en el que inciden tradiciones y costumbres, pautas individuales de comportamiento, criterios de convivencia familiar y comunitaria, formas y técnicas de trabajo, procedimientos originales de creación artística y modos peculiares de relacionarse con la naturaleza, juntamente con las creencias religiosas que los vinculan con la Trascendencia.
El homenaje de los parroquianos de Cuérigo, desde este rinconín entrañable de nuestra Asturias rural, al testimonio martirial del beato Juan Alonso, es un acontecimiento de poco o nulo interés para las redes informativas habituales, pero deja entrever la necesidad de que personas individuales y grupos o movimientos solidarios de diversa mentalidad, ideología o creencia, compartan el ideal común de participar en la llamada globalización positiva, generadora de auténtica humanización y de impulso creativo capaz de ampliar el margen de lo posible en favor de los más necesitados. Se contrapone asi a aquella otra globalización excluyente y disgregadora en la que prevalecen la especulación y la competencia, el consumismo egoísta, la obsesión por el control de los mercados y el intento de que se imponga, con validez universal, el llamado pensamiento único. Esa intencionalidad positiva y disponibilidad para crear espacios de entendimiento y compartir compromisos de acción solidaria están muy presentes en el actual despertar sinodal de las comunidades cristianas, avance evidente de las líneas maestras del Vaticano II: Iglesia evangelizadora y de comunión, Iglesia en diáspora y peregrina, Iglesia profética y martirial, Iglesia del pueblo de Dios misionero.